¿Cuándo hay que ir con el hematólogo? Por el Dr. Orlando Palma, Hematólogo Clínico

Hay algo que me gusta decir en consulta: la sangre casi siempre habla antes que nosotros. A veces lo hace en silencio, escondida en una biometría hemática que nadie explicó bien, o en un síntoma pequeño que el cuerpo lleva meses repitiendo. El cansancio que ya sentimos “normal”, los moretones que aparecen sin razón, las menstruaciones tan abundantes que aprendimos a tolerar, los ganglios que no desaparecen o las infecciones que regresan una y otra vez. La mayoría de las personas no piensa en el hematólogo cuando eso ocurre; piensan en la fatiga, el estrés o el clima. Pero muchas veces es la sangre la que está pidiendo atención. Soy hematólogo. Y aunque muchos asocian esta especialidad solo con el cáncer o con enfermedades raras, la verdad es que mi trabajo abarca un universo mucho más amplio y humano. Veo desde anemias leves hasta trastornos complejos de la médula ósea, desde plaquetas bajas hasta problemas de coagulación, desde defensas alteradas hasta estudios inexplicables que nadie logró conectar. La hematología es una especialidad que exige ciencia, pero también paciencia. Porque el verdadero arte está en mirar con detalle lo que a veces pasa desapercibido, en buscar causas donde otros ya no las buscan, y en acompañar a quien llega con más dudas que certezas. Con frecuencia llegan a mi consultorio personas que han pasado por varios médicos antes, cargando carpetas de análisis, historias incompletas y un poco de miedo. Y lo primero que intento hacer no es darles un diagnóstico, sino devolverles la calma. Les explico que la sangre no miente, pero tampoco condena. Que muchas veces basta con interpretarla correctamente para descubrir que el problema no era tan grave, o que sí lo era, pero que hay caminos claros para enfrentarlo. ¿Cuándo hay que venir con un hematólogo? Cuando hay señales que el cuerpo repite y nadie ha podido explicar: fatiga persistente, sangrados frecuentes, palidez, mareos, aparición fácil de moretones, defensas bajas, ganglios inflamados o pérdida de peso sin causa aparente.



También cuando los estudios de laboratorio muestran anemia, plaquetas o glóbulos blancos alterados, incluso si uno se siente bien. Y no solo se trata de enfermedad: en muchas etapas de la vida, como el embarazo, antes de una cirugía o durante ciertos tratamientos, una valoración hematológica puede prevenir complicaciones y hacer la diferencia entre un susto y un problema real. La sangre refleja casi todo: desde la nutrición hasta la respuesta inmunológica, desde el estado del hígado hasta las señales tempranas de cáncer. Pero lo que más me impresiona cada día no es la complejidad del laboratorio, sino la historia que hay detrás de cada muestra. En mi consulta, he aprendido que nadie viene solo con un resultado: vienen con el cansancio de no saber, con las horas de incertidumbre que un papel no resuelve. Y esa parte humana —la que no se mide ni se cuantifica— es donde la medicina se vuelve más real. Ser hematólogo me ha enseñado que curar no siempre es eliminar una enfermedad; a veces, es darle sentido a lo que el paciente siente. Escuchar, explicar y acompañar también son formas de sanar. Y si hay algo que intento transmitir siempre, es que acudir con un hematólogo no significa recibir malas noticias, sino recibir respuestas. Entender qué está pasando, qué significa cada valor, y qué podemos hacer para mantenernos bien. La sangre habla. Y cuando aprendemos a escucharla, también aprendemos a cuidarnos. Tal vez ese sea el momento exacto para ir al hematólogo: no cuando el cuerpo grita, sino cuando empieza a susurrar.